miércoles, 14 de septiembre de 2011

Adiós a Agustín

“Conocí” por primera vez a Agustín mientras cursaba el onceno grado en La Lenin. Recuerdo que una amiga me prestó Una leyenda del futuro, porque sabía que a mí lo que me gustaba de verdad eran los libros de ciencia ficción dura “y este sí que está bueno, Leo, de verdad que no es como otras cosas que andan por ahí”.

Decir que me gustó aquel libro, con su portada verde y hojas amarillentas, sería decir bien poco. Me atrapó desde la primera página, esa misma tarde me lo leí de punta a cabo, al día siguiente lo releí, y apenas salí de pase me llegué a la calle Obispo, para comprar en la librería "La Moderna Poesía" mi propio ejemplar; que luego presté y presté, hasta que no regresó a mis manos. Eran otros tiempos, claro; los libros valían centavos, las tiradas eran inmensas, y todavía en "La Moderna Poesía" un estudiante de preuniversitario podía pagarse el libro que quería, sin comprometer el salario que ganaban sus padres.

Mejor aún, aquellos eran años en los que podía encontrarme en librería (con mucha mayor frecuencia que hoy), un libro de los que quieres conservar por el resto de tu vida; sorprenderme con el hecho de que era obra de un escritor de mi país; y (¡además!) descubrir, leyendo la nota de contraportada, que el libro que tenía en mis manos era ya el segundo título publicado por su autor, biólogo y santaclareño para más señas; y que con el primero se había ganado nada menos que el Premio David de CF de 1980.


¿Quién era aquel Agustín de Rojas Anido? ¿Cómo hacía alguien para poder escribir así? ¿De dónde se sacaba a personajes como Gema, Isanusi, Thondup, Alix, Pavel, y Kay? ¿Cómo podía describir tan vívidamente a un grupo de adolescentes del futuro; y luego matarlos, mutilarlos, enloquecerlos, enfrentar a los sobrevivientes entre sí; y todo eso tan lejos de Audo, el mentor bondadoso y “conflictivo” de la Academia Pre-cósmica, pero a la vez tan cerca de su sombra ética...?

Sigo todavía hoy sin encontrar una respuesta satisfactoria a todas estas inquietudes sobre su escritura; pero como lector, aquel primer encuentro con su prosa me dejaría la costumbre por años de agobiar a mis amigos con dos preguntas. La primera, "¿sabes si ya salió el tercer libro de Agustín de Rojas?"

La segunda, "¿quién tiene Espiral…?
"

En 1990 salía publicado El año 200, en mi opinión su mejor novela, además de la obra más conseguida de la ciencia ficción cubana. Agustín daba rienda suelta en ella a todo su potencial de imaginativo, y regalaba a sus lectores un verdadero texto de culto, en el que se prodigaba en maravillas tecnológicas, magistralmente insertados en un entorno de utopía social. Valgan tan sólo dos ejemplos de cuan buena podía ser su fabulación estructurada: las Puertas teletransportadoras y el Ovo; adelantos posibles gracias a una ciencia “no comprensible para humanos normales”, la Isogravítica; y las mejoras aceleradas de la mente de los cibos, producto de la remodelación de sus funciones cerebrales.

Pero él no se detenía allí, en los artilugios y las ventajas tecnológicas. Su mundo, avanzado en todos los órdenes, estaba surcado por profundas grietas estructurales. En su Tierra, a pesar de tantos avances, habitaban comunidades envueltas en la incomprensión, la desidia, el odio, y las actitudes retrógradas. Todo eso, a sólo 200 años de haber sido borrado de la faz de la Tierra al Imperio del capital. Quizá, precisamente por ello…


Veinte años después, todavía sigo viendo en este libro la mejor muestra de la vocación altruista de su autor, de su deseo de querer alertar a quienes construían una sociedad más justa, del peligro de creer que se ha construido el mejor de los futuros posibles, y de perder de vista que el progreso humano carece de última etapa. Cargado de cierta ingenuidad política, no era El año 200 un libro perfecto, pero sí era un libro honesto. Honesto como su autor, quien, tras publicarlo, decidió no continuar escribiendo para su universo imaginado, pues sentía que ya no podía extrapolar al futuro, de forma creíble, el entorno social en que vivía, tras aquella estrepitosa caída de la Unión Soviética, y sus satélites políticos en la Europa del Este.

Pasaron algunos años más, y casi a mediados de los 90, mientras cursaba la carrera, por fin pude tener en mis manos aquel libro que ya creía mítico, de tanto que lo había buscado sin encontrarlo (y que todavía conserva casi intacta su fama de incapturable, por cierto). Estudiando un día en la Biblioteca Nacional consulté el catálogo y… sí, allí estaba Espiral. Lo pedí, me senté en el área de consultas (no era posible sacarlo en préstamo), y lo leí con la misma necesidad de llegar al final conque había leído aquel primer libro que me prestara mi amiga en el preuniversitario. Me lo leí de un tirón, como si no tuviera una prueba a la semana siguiente; ni hambre por no haber desayunado; ni los inevitables problemas con el transporte para llegar a mi casa en Alamar, si abandonaba la Biblioteca más tarde de lo que había previsto.

Y sí. Era muy buen libro Espiral. Me gustaban más los otros que venían después, aquellos que ya tenía en mi casa, y que para entonces ya había releído varias veces; pero este primer libro suyo era realmente bueno. Ahí estaban sus preocupaciones sobre tecnología y ética, y sobre como hacer renacer un mundo devastado, que se recibe como herencia del egoísmo. Allí me esperaba Milaé, precursora de Gema, y de Alice “Ojos Bellos” Welland. Y ahí estaba su innata habilidad para la especulación científica. Aquella pasmosa imaginación, que justo aquí empezaba a construir la cronología fragmentada de un tiempo en el que lidiar con las leyes de la ciencia, y con las de la sociedad, sería una tarea extremadamente dura, pero necesaria, en el camino del desarrollo social.

En el 2000, conocí que se había creado un Taller Literario con el nombre de esta primera obra suya, y no pude menos que coincidir con la elección, sin haber conocido todavía a sus integrantes.


***


Conocí finalmente a Agustín en el 2009, durante una de las sesiones del taller Espacio Abierto, cuando este sesionaba en la Casa de la Cultura del municipio Playa. Recuerdo vagamente que, en cuanto pude reaccionar de la sorpresa que me causó su llegada, exigí cierto derecho de fanático honorario, o algo así; para mantenerme a su lado durante todas las fotos que le hicieran. Eran demasiados años esperando poder verle en persona.

Al terminar el taller, recuerdo que caminamos juntos de regreso, y que al final nos quedamos hablando un poco más, mientras él esperaba la guagua que lo llevaría al Vedado. Se sorprendió mucho de que tuviera en mi casa hasta su ensayo Catarsis y Sociedad (“hermano, ¿y dónde tú encontraste eso?”, me preguntó, riéndose como un niño que no puede creer lo que le dicen). Desvariaba un poco a veces; me pareció que en parte era la edad, y en parte también la costumbre de mantener bien atado el hilo de sus argumentos. Le pregunté por algunos pasajes de sus libros, cosas que siempre me habían intrigado mientras releía sus novelas (cosas algo picantes, por cierto), y me agradó compartir con él, por un rato, uno de esos momentos que sólo puede apreciar un fan de toda la vida . Me contó que planeaba una continuación de El Publicano; y que conservaba el deseo de seguir escribiendo novelas de CF, y en el mismo universo de su trilogía. Finalmente nos despedimos. Yo todavía tenía mucho que preguntarle, pero la verdad es que él se notaba cansado, y ya debía regresar a casa de su hija, así que nos despedimos.

Al rato de marcharse me di cuenta que no le había dicho que, en mi cuento Ed Dedos, todo el asunto de la nave que se accidenta con “un siderolito improbable” lo había escrito recordando aquel primer libro suyo que llegó a mis manos, Una leyenda del futuro



El pasado domingo 11 de septiembre, a las 7 de la tarde, murió Agustín de Rojas Anido. Se ha ido de repente el que fuera por años y años mi autor preferido de CF; preferido por su prosa impecable, no por el “natural” chovinismo de haber nacido ambos en esta isla caribeña. Se fue el Agustín que se ganó, con su imaginación, con sus personajes, con lo perentorio de las situaciones en que los colocaba; un lugar especial entre mis preferencias literarias, a la misma altura extrapolativa y emocional de Bradbury, Orwell, Le Guin y Gibson. Que se lo ganó por salir siempre en busca del ser humano, sin importarle lo escondido que pudiera estar. Y también por tener tiempo para echarle una mano a todo el que pudo, como atestiguan sus amigos y colegas de Santa Clara; ciudad de la que nunca se marchó.


Una de sus últimas fotos, de hace sólo algunos días (tomadas en la peña que dirige el escritor Lorenzo Lunar, precisamente en Santa Clara), muestra a un hombre que se aleja, protegiéndose del sol con una sombrilla oscura llena de estrellas. En cualquier foto de otra persona, el detalle lo consideraría un mero accidente. Una sombrilla, y un patrón de figuras que, por azar, hacen referencia a la imagen que tenemos culturalmente de los astros. Casualidades de la vida, no más.

Con Agustín, en cambio, pienso que regresa a la constelación de donde vino…

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Fotos:
Actividad de la Peña La Piedra Lunar, Santa Clara, julio de 2011

2 comentarios:

Melkay dijo...

Me acabo de enterar y me siento terriblemente triste. Hacen falta más réquiems como este tuyo, Leo. De Rojas no puede volverse otra parte de la cultura cubana que desaparece bajo la arena. Y está perfectamente bien que lo pongas a la altura de escritores luminarias del género en todo el globo. Porque lo fue.

Un abrazo.

Leonardo Miguel Gala Echemendía dijo...

Agustín merecía mucho más en vida. Merecía, por lo menos, una reedición en Cuba de su trilogía de CF. En vez de eso, se le relegó al status de escritor de género en provincia, para que pesara, y mucho, el estigma a la hora de analizarlo. Pero su importancia es insoslayable. Más que desaparecerlo bajo la arena, puede ser que se intente con él una apropiación a destiempo, y "limpiándole" en el camino de su pasado de CF. Esperemos que no.

Sobre mi "réquiem". Sus libros (y me leí los 5 que publicó) significaron siempre mucho para mí. No podía quedarme sin escribirle una despedida. No sería yo :)

Un abrazote, Melk